La pertinencia y efectividad de los denominados “impuestos saludables” ha vuelto a convertirse en un asunto de interés y discusión públicos. El proyecto de reforma tributaria que presentó el ministro de Hacienda José Antonio Ocampo para su discusión en el Congreso, incluye la creación de nuevos gravámenes al consumo de bebidas ultra procesadas azucaradas y de productos comestibles ultra procesados con alto contenido de azúcares añadidos. Si bien el gobierno ha insistido en que la iniciativa, más que una estrategia para generar nuevos ingresos, es una política pública orientada a disminuir el consumo de sustancias que pueden afectar la salud colectiva, su inclusión en el articulado del proyecto ha reeditado las polémicas y tensiones que ya se habían hecho manifiestas en el pasado.
Cabe recordar que, en 2016, el entonces ministro de salud Alejandro Gaviria promovió una iniciativa similar para gravar las bebidas azucaradas. Sus argumentos para defender la medida resaltaban la fuerte correlación entre el consumo de azúcar y el incremento del sobrepeso, la obesidad y la diabetes, además de advertir la existencia de experiencias documentadas sobre la asociación entre la implementación del tributo y la reducción del consumo. Como sucede actualmente, la propuesta liderada por el ministro Gaviria provocó discusiones públicas alrededor de su pertinencia y efectividad, en las cuales intervino el Congreso de la República, la industria, los medios de comunicación y asociaciones de usuarios, médicos y pacientes. Finalmente, la iniciativa no prosperó, aunque el debate se mantuvo vigente. Por ello, con la presentación del texto de reforma por parte del nuevo gobierno, donde se incluye nuevamente el impuesto a bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados, vale la pena repasar algunos de los argumentos de quienes defienden y se oponen a una medida de esta naturaleza.
Sin duda, la discusión y las decisiones sobre los impuestos a las bebidas y alimentos azucarados y ultra procesados se nutren de un entramado de intereses y razones políticas, económicas, culturales y sanitarias complejas que trascienden el análisis que aquí se propone. A pesar de ello, entre esa gama de posturas, es posible identificar dos posiciones que recogen los principales argumentos sobre su pertinencia: la primera, se centra en señalar su escasa efectividad y en resaltar las consecuencias económicas negativas que supone una medida con estas características; la segunda, entretanto, la entiende como un estímulo que promueve los estilos de vida saludable y que genera recursos adicionales para el sector salud. Veamos ambas posturas con algo más de detalle.
- Argumentos sobre la poca efectividad
Las posiciones que cuestionan la efectividad de esta clase de impuestos parten de reconocer la necesidad de acciones educativas orientadas a que los individuos tomen decisiones informadas que contribuyan con el cuidado de su propia salud. De cierta manera, quienes esgrimen estos argumentos conciben al individuo como un agente autónomo y racional con la capacidad de maximizar sus propios beneficios, y bajo esa óptica, la imposición de cargas tributarias constituye una intromisión del Estado en un ámbito que coincide con la esfera privada. Así mismo, dentro de los cuestionamientos más comunes que se formulan desde esta arista de la discusión, está el principio de que los impuestos al consumo tienen un carácter regresivo, en la medida que no distinguen entre el poder adquisitivo de los agentes económicos y tienden a afectar más a las personas de menores ingresos, quienes son más sensibles al aumento de los precios. Además, señalan, son medidas que no combaten eficaz y permanentemente la obesidad y las enfermedades crónicas, pues por tratarse de fenómenos multicausales, su desenlace no se puede atribuir exclusivamente al consumo de bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados.
Además, quienes cuestionan la efectividad y la pertinencia de estas acciones, aseguran que su implementación tiene efectos considerables sobre el desarrollo económico, la generación de empleo y la industria, ya que mayores cargas impositivas desestimulan la inversión, afectan las ventas y provocan una reacción en cadena que perjudica otros sectores de la economía. Por supuesto, estas discusiones tienen de trasfondo un intenso lobby coordinado por grupos de presión y cabildeo que se encargan de construir matrices de opinión sobre lo inapropiados e ineficientes que resultan estos impuestos, y de influir sobre los sectores encargados de decidir su implementación.
- Argumentos a favor de su efectividad
Por el contrario, quienes defienden su efectividad y pertinencia parten de destacar que la información y educación no son estrategias suficientes para reducir el consumo, ante lo cual se hace necesario intervenir y corregir un mercado que genera externalidades negativas. A partir de ese principio, defienden la necesidad de implementar este tipo de cargas (también conocidas como impuestos pigouvianos), ya que lo consideran un mecanismo probado que reduce el consumo de sustancias perjudiciales para la salud, además de que sirve como fuente adicional de recursos con destinación específica. En parte, quienes apoyan el establecimiento de los “impuestos saludables”, consideran que gravar las bebidas azucaradas y los alimentos ultraprocesados es una medida similar a la que hoy opera sobre el tabaco y el alcohol: otros productos que requieren una compensación por las externalidades negativas que generan. En todo caso, se ha señalado que la efectividad de este impuesto también dependerá de adoptar medidas adicionales que configuren entornos saludables, como “el etiquetado frontal de advertencia, la regulación de publicidad de productos no saludables dirigidos a público infantil o la promoción de entornos escolares saludables”.
Así, ante el argumento de que gravar el consumo termina afectando a los sectores con menos poder adquisitivo, quienes defienden la efectividad de los impuestos pigouvianos sostienen que, a largo plazo, los más beneficiados son justamente estos sectores. Primero, porque crea incentivos reales para que modifiquen sus patrones de consumo, optando por alternativas que se estiman más saludables y no necesariamente más costosas. Y segundo, porque son ellos quienes más necesitan que los sistemas de salud cuenten con fuentes ciertas de financiación pública y porque esta clase de impuestos generan otro tipo de beneficios que se materializan a través de programas sociales diversos.
- Son necesarios abordajes más complejos
Está claro que en la discusión sobre la pertinencia de los impuestos a las bebidas azucaradas y alimentos ultraprocesados convergen argumentos que merecen un análisis profundo y riguroso. Más allá de los múltiples intereses que se entrecruzan en una decisión como ésta, lo cierto es que abordar fenómenos como la obesidad, el sobrepeso, la malnutrición y la diabetes requiere acciones coordinadas que tengan en cuenta sus múltiples dimensiones. Uno de los puntos en común que emerge en el debate sobre los impuestos saludables, es que las problemáticas que se quiere resolver carecen de una solución singular y certera (las llamadas silver bullet solutions) que suprima definitivamente los efectos negativos que ocasiona; por el contrario, la mayoría de argumentos -a favor y en contra- reconocen que se trata de desafíos que requieren aproximaciones sensibles a sus complejidades inherentes y, por tanto, que son asuntos pluridimensionales que no dependen de la intervención de un sector o actor específico. Así las cosas, es fundamental que los encargados de diseñar políticas públicas en salud balanceen adecuadamente los impuestos pigouvianos, las estrategias de educación, los deseos de los consumidores, los impactos financieros, el comportamiento de los mercados y los intereses de los diversos actores que convergen en un fenómeno como el que aquí se ha abordado. En ese sentido, resulta esencial promover y diseñar soluciones innovadoras que desafíen las certezas establecidas: sólo de esa manera será posible abordar integralmente la complejidad de los problemas que son de interés a la salud pública.
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